VIOLENCIA EN LAS FRONTERAS

Hace algo más de dos años, el mundo se consternó a raíz del lamentable asesinato de George Floyd; y pese a la distancia y a lo complejo del tema, intenté en su momento dar otra mirada del punto en discusión -racismo y excesos policiales (1), crecientes y brutales-, cuyas razones, a mi entender, iban más allá del caso puntual.
Esos nueve minutos y medio (00:09:29´) con la rodilla de un hombre uniformado en el cuello de otro hombre negro tendido en el piso, para algunos fueron el mayor símbolo de racismo sistemático y generaron en aquellos días diversas olas de protestas tanto en los Estados Unidos, como en otras partes del mundo, bajo el lema “Black Lives Matter”. Sin embargo tales manifestaciones, como fuego de paja, tan rápido como nacieron se extinguieron pocos meses después, y ya casi nadie habla de ello.

Aquí es donde se nos plantean algunos cuestionamientos: ¿contra qué fuerzas se enfrentan los reclamos populares que, sin dejar de ser justos, desaparecen de la tapa de los diarios y de las portadas de los informativos? ¿Está el error de esos movimientos de protesta en la motivación, o en el objetivo en el que ponen el foco? ¿Dicha discriminación y violencia son reales, o son uno “constructo social” de grupos de interés?
DE ORIGEN VIOLENTO
En aquel momento cité las palabras de Roberto Briseño-León, el cual afirma que “la violencia no ha sido ajena a los procesos de cotidianidad o transformación social de América Latina”; y los que nos hemos criado en la frontera sabemos muy bien lo que eso significa, y cómo se ha repetido históricamente: desde antes de la fundación de Melo, nuestros ancestros tuvieron que enfrentar aquella discusión binaria entre conquistadores y aborígenes, españoles y portugueses, uruguayos o brasileños, siempre con gran violencia.
Entonces, ¿por qué será que hoy nos impactan tanto los últimos procedimientos de Aduanas en la región? ¿Es que nos incomoda ver que, tantos años después, nuestra realidad social continúa incambiada? ¿O será porque, cada tanto, las presiones hacen mella en las autoridades, y estas deciden “combatir” el contrabando? Lo cierto es que nos incomoda justificadamente, porque nos asiste la razón y porque la normativa vigente nos garantiza el derecho a “un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios”. Y por cierto que hemos visto nuestros derechos vulnerados en el transcurso de más de dos siglos; por eso no entendemos qué motiva acciones represivas tan violentas contra estas poblaciones liminares de frontera, como si fueran el crimen organizado
ESTADO VIOLENTO

Es de significar que el primer acto de violencia proviene del Estado, ese que todos conformamos, y al que consentimos ceder nuestros derechos y libertades a cambio de que nos proporcione una mejor calidad de vida y un mayor bienestar para nosotros y nuestras familias. Cuando éste, en vez de generar tales condiciones, legisla y reprime, negándonos el acceso a los bienes necesarios para la vida a un costo más accesible del que ofrece el mercado formal, vaya si nos estará imponiendo por la fuerza, de forma “legal” pero violenta, una obligación injusta. Y ahí nos preguntamos, tal como lo plantea Michael Foucault, “¿cómo este poder, que tiene por objetivo hacer vivir, puede dejar morir?”
Dicha obligación, surgida por interés económico, comercial o financiero de los grupos de poder que sustentan al Estado, es a nuestro entender arbitraria, y se desvía del fin último que es cuidar del interés general, ya que es la gran mayoría de la población nacional la que se ve obligada a pagar, con la retribución legal de su trabajo y esfuerzo físico o intelectual, elevados precios de productos que no se producen en el país – ya que los grandes importadores gravan con el interés que les place muchos de los bienes necesarios, sin ningún control-.
UNOS CONTRA OTROS
Esta tensión, esta situación de personas al servicio del Estado persiguiendo, reprimiendo y violentando a personas que pretenden trasladar mercaderías para comercializar o consumir, se da mayormente en estas entre-regiones, porque allí es donde se genera el choque, el enfrentamiento entre el poder del Estado -que pretende imponerse por la fuerza, de forma arbitraria, para mantener un orden y control-, y los otros sistemas que se han ido creando como modo de sobrevivencia, al margen de la ley que prohíbe el comercio transfronterizo en las fronteras.
Con la misma violencia que los conquistadores vinieron imponiendo la cruz y la Corona, a espada y sangre, el Estado ha intentado imponer a fusil y represión una lógica que no se adapta a la realidad social actual de las fronteras, desconociendo y negando lo más básico y esencial de esas terceras zonas: que los que allí viven o se trasladan, acuden a la práctica del comercio transfronterizo porque no pueden sobrevivir en otras partes del país, ya sea por su bajos ingresos económicos, por su nivel educativo inadecuado al mercado de trabajo, o simplemente porque no encuentran otra forma de subsistir.
Y a tal respecto, se puede cuestionar que lo mismo sería aplicable a quienes deciden delinquir y cometer hurtos, rapiñas o arrebatos; pero está claro que no. No puede justificarse al amparo de ningún argumento la decisión de quien resuelve aprovecharse de la vulnerabilidad de una persona o de una familia, violentando su integridad física o privacidad, para sustraerle lo que ellas han adquirido con el valor de su trabajo y esfuerzo; en el contrabando, en cambio, las personas compran mercaderías legalmente y las traen para vender o consumir, sin lesionar a nadie, sin quitarle el fruto de su trabajo, sino todo lo contrario, haciendo que muchísimas familias puedan “poner el pan la mesa”.
POLÍTICAS DE FRONTERA

Es aquí donde entra en discusión el viejo tema de las políticas de frontera, las cuales han ido desde un “cero quilo” (0 kg), con represión de patrullaje fuertemente armado, persecuciones cinematográficas y operativos exagerados en helicóptero, hasta el “dejar hacer y dejar pasar”, donde todo estaba permitido siempre y cuando no llegara a los ojos de la prensa capitalina, para que los importadores no se molesten -a pesar de que algunos de ellos también se beneficiaban del mismo contrabando-.
Concluyendo, si bien los reclamos de racismo y violencia estatal pueden ser justos, es igualmente justo requerir la legalización del contrabando de sobrevivencia. Poner la esperanza en reformas policiales es simplista, tanto como lo es poner el foco en los operativos aduaneros, o en los funcionarios que realiza la incautación, aplican la multa y reprimen. El problema está en la raíz, y es el motivo por el que aun hoy, 31 años después de firmado el Tratado de Mercosur (26 de marzo de 1991), seguimos igual o peor que antes, considerando delincuentes a los que pretenden sobrevivir con los menguados salarios y escasas fuentes de empleo en las fronteras.
Esperemos que nuestros gobernantes tengan la visión y la virtud de entender cuál es el objetivo, de ver la oportunidad que se les presenta para revertir una situación extemporal, desigual e injusta que afecta a gran parte de la sociedad, y que de una buena vez se ajuste el Derecho a la realidad, porque la necesidad de los que contrabandean no es una fantasía, y necesitan del libre tránsito de mercaderías, bienes y servicios para poder llegar a fin de mes.