ECOLOGÍA Y DERECHOS HUMANOS

Derecho de todos, privilegio de unos pocos
Conforme explica el filósofo esloveno Slavoj Zizek, los intereses particulares se adaptan a la forma de la universalidad; de donde concluye que «los derechos humanos universales son de hecho los derechos del hombre blanco propietario […]. Para funcionar, la ideología dominante tiene que incorporar una serie de rasgos en los cuales la mayoría explotada pueda reconocer sus auténticos anhelos», conceptos que podrían perfectamente incluir a la ecología y los derechos humanos.
El término ecología fue propuesto por primera vez en 1866 (inicialmente en alemán, “Oekologie”, neologismo del griego, que significaba hogar o lugar donde vivir) por Ernst Haeckel (1834-1919), biólogo y naturalista alemán, el cual lo definía como “el conjunto de relaciones entre un organismo y su ambiente”, y también como “una relación dinámica entre las especies y sus hábitats”.
A pesar de no haber sido aceptado ni muy utilizado, se dice que en Ellen Swallow fue la primera persona en utilizarlo en EEUU, dos décadas y media después; ella concebía el término ecología focalizado en los humanos y las condiciones ambientales creadas por los humanos, es decir, como “la ciencia de las condiciones de salud y bienestar de la vida humana diaria”.


Entonces, esa relación entre los seres humanos y su entorno alcanza un nivel político cuando la salud y el bienestar humano o el hábitat de ellos se ve afectado. Por eso, se entiende que la escasez de recursos naturales o la destinación arbitraria de ellos puede desembocar en conductas estatales totalitarias, que buscan controlar su manejo por medio del convencimiento ideológico, o despóticas, imponiéndose por la fuerza y con el miedo e intimidando a los que se oponen.
Tal postura era tradicionalmente esgrimida por los movimientos liberales y nacionalistas, para designar la conducta violenta y autoritaria de los movimientos ambientalistas que se oponían al manejo arbitrario, a la expoliación de las riquezas naturales en beneficio del enriquecimiento de algunos privilegiados: les llamaban ecofascistas, y los tildaban de extremistas.

Sin embargo, hoy día esta condición tiene su contracara en los gobiernos populistas que “haciendo-que-hacen”, aparentando un control celoso de los bienes naturales mediante ideologías supuestamente humanistas (pero apelando a subterfugios legales y artilugios políticos), en definitiva siguen beneficiando a unos “pocos privilegiados” con el libre acceso, uso y abuso del hábitat local, en perjuicio de los seres humanos que lo habitan.
Por lo tanto, ni de izquierda ni de derecha, ni liberal ni popular, ni fascista ni estalinista: el abuso de la legitima autoridad dada por el Estado a los gobernantes, cuando se da en beneficio de pocos (mediante el uso legal de la fuerza o de la desviación jurídica), evitando la participación popular y la construcción de gobernanza, acabará siempre resultando en autoritarismo pseudoecológico y contrario a los Derechos Humanos.
“La ley solo existe para los pobres;
los ricos y los poderosos la desobedecen cuando quieren,
y lo hacen sin recibir castigo porque no hay juez
en el mundo que no pueda comprarse con dinero”. -Sade
Si bien en sus orígenes, los derechos humanos surgieron como la interpretación de los hombres de la voluntad divina, de la mente moral de Dios (tal como lo aseguraban Locke en su Teoría Liberal de la Naturaleza, y Kant en la Metafísica de la Costumbre), por lo visto los intereses particulares de unos pocos se adaptan a la forma de la universalidad, para confundirnos y hacernos creer que están actuando por principios ecológicos, cuando en realidad sólo los mueven intereses espurios ajenos a las necesidades humanas.
Dichas conductas dificultan una visión positiva del tema y nos complejizan bastante la comprensión de la realidad a futuro; a pesar de “que todas las personas del mundo tienen derecho a un medio ambiente saludable” -como lo expresara la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas el 28 de julio de 2022 pasado, y como ya lo viene sosteniendo desde 1972-, queda planteado el desafío de estar atentos y no caer en “cantos de sirena”.
Si sus proyectos no tienen una vocación universal, inalienable, imprescriptible, irrenunciable e indivisible -características esenciales de los derechos de las personas-, sean estas acciones impropias y abusivas llevadas a cabo por gobiernos o por privados, deberán responder en la justicia, ya que para eso existen normas nacionales, particulares y específicas que tipifican sus conductas como delito y contrarias a Derecho; pero para eso debe haber un poder que esté dispuesto a hacer cumplir las leyes.
La postura de algunas empresas y gobiernos parece de hecho enmarcarse en la teoría social, política y económica propuesta por el economista inglés Thomas Robert Malthus a fines del siglo XVIII, para el cual la desproporción del lento desarrollo económico respecto del alto crecimiento poblacional sería el motivo del desequilibrio económico y social global, que llevaría la civilización al colapso por falta de recursos para mantenerla, por lo que se deberían aplicar métodos de equilibrio forzado, casi siempre privilegiando al capital y descartando a la población con menos recursos.

El problema es que estos argumentos no sólo consideran al pobre un factor de desequilibrio (lo cual según algunos de sus adeptos, se solucionaría fácilmente con educación, control de natalidad o renta básica), sino que al maltusianismo también le preocupan los ancianos improductivos que viven “demasiado”; por eso sugiere que “para cualquier estado totalitario es más fácil equilibrar eliminando consumidores”, esto es los que impiden su enriquecimiento: personas, organizaciones o iniciativas ambientales.
Entonces, el desafío moral y social se reduce a acciones básicas concretas: velar por el ambiente natural y evitar que sus modificaciones alteren la estabilidad humana, llamando a responsabilidad a los gobernantes que consienten con estos abusos, incluso con responsabilidad penal ambiental más allá del período de gobierno, como corresponde a acciones de lesa humanidad.
Frente al mundo financiero y laboral, se deberá exigir mayor compromiso social empresarial, sin contraprestación económica por parte de los Estados, porque nadie debe ser pagado por hacer lo que debe, máxime cuando sus actos traen retribuciones económicas inmediatas, mientras sus acciones contaminadoras afectan de forma ilimitada y permanente el interés colectivo y social, intensamente dependiente del entorno natural, de las riquezas ecosistémicas y del cambio climático.